Segundo encuentro: El misionero
Si no hubiera sido por el misionero, muy probablemente mi familia seguiría indiferente a la religión y a Dios. Uno se acostumbra a vivir con ideas vagas y repeticiones culturales que a veces ni siquiera son capaces de despertar la emotividad. Algunos, como mi familia, se mantienen ajenos, mirando desde afuera (o desde adentro) lo que otros hacen, lo que otros creen, lo que otros dicen, sin que nada interrumpa la monotonía de nuestros pensamientos y creencias. Recuerdo su figura alta, de piel blanca y ojos claros, que delataban —junto con su acento— que era de otro lugar. Tocó la reja de la casa de mis abuelos y mi tío Martín salió a ver qué quería. Ya de por sí era extraño que un fuereño llamara a la puerta, pero el motivo lo era todavía más. Haroldo Figueroa era un misionero bautista de Chiapas que, por una razón que desconozco, escogió a la ciudad de Iguala, Guerrero, para abrir una iglesia. Mi tío lo recibió de buena gana y él y mi abuelita comenzaron a asistir a las reuniones q