Mi abuelita

 

Si la calidad de nuestra vida solo se midiera en años, podríamos decir que mi abuelita tuvo una muy buena vida. Si agregamos otros factores: dónde nacimos, dónde crecimos, la relación con nuestros padres y nuestra pareja, nuestras oportunidades, la suerte de nuestros hijos, la salud, etc., etc., la vida adquiere los matices que la convierten en un complejo y no siempre venturoso recorrido. La vida de mi abue no fue la excepción.

A lo largo de sus casi 98 años, mi abuelita sufrió penas que hicieron mella en su felicidad. Durante esta última etapa de su vida en la que las limitaciones físicas la obligaron a la inactividad, recordaba a menudo momentos de maltrato y de conflicto, de abandono y vulnerabilidad con velada tristeza y visible rencor. Con sus palabras, intentaba convencernos de que no le había dolido tanto (como si en lugar de corazón hubiera tenido un caparazón), y que los insultos y desaires se le habían resbalado. Mentira. Mi abue se sobrepuso a los reveses de la vida haciéndose la dura, pero también enfocándose en la atención de sus hijos y sus nietos y de sus mascotas. Mi abuelita fue una mujer “de hechos, no palabras”. ¡Con razón fue un martirio para ella ya no poder valerse por sí misma! No estaba acostumbrada a que la atendieran, sino a atender.

A pesar de su orfandad y demás sufrimientos, mi abue no fue una persona amargada, al contrario. Fue una persona que supo disfrutar lo cotidiano y lo ordinario: ir a la feria con los chiquillos del barrio cuando niña, ir a los bailes ya de adolescente, cocinar para sus hijos, jugar a las matatenas, el trompo y a las canicas con ellos, llevarlos al cine, atender a los nietos cuando llegaron, cuidar de sus plantas, preparar remedios caseros, bañar a su perro, ver telenovelas… Fue una abuelita alegre, bailadora y a todo dar que nos dejó correr y arrastrarnos en el piso, nos dio dinero para nuestras “cochinadas”, le dio el gusto a mi hermana de jugar con las tacitas de porcelana fina, nos llevó de almorzar a la secundaria, nos tuvo paciencia y nos demostró su amor velando por nosotros, alimentándonos y corrigiéndonos. La dureza que proyectaban a veces sus palabras al contarnos sus recuerdos era pura fachada. Fue una mujer a la que, al menos en sus últimos años, se le humedecieron los ojos y se le quebró la voz fácilmente.

Al quedar huérfana de madre muy pequeña, mi bisabuelo optó por meterla a un internado para niñas y tenerla con él únicamente en las vacaciones, hasta que murió él también. Las historias de internados suelen ser tristes y llenas de actos crueles; sin embargo, la experiencia de mi abuelita fue positiva. Los seis años que estuvo ahí le dejaron muy buenos recuerdos. Nunca me relató malas experiencias, y si en su momento lo fueron, su memoria las transformó en aventuras que contaba con alegría y cierto orgullo.

Hoy, mi abue ya no está. Yo sabía que la hora estaba cerca, porque los años no pasan de balde, como bien decía. Tuve la oportunidad de estar con ella dos semanas antes de su muerte, y de conversar con ella y mostrarle mi amor como ella me lo mostró a mí: atendiéndola, cuidando de ella. Los papeles se invirtieron. Fue gracias a su presencia constante en mi vida que se forjaron esos lazos estrechos que nos unieron hasta el final. ¡Qué bendición la mía!

Qué bendición haber sentido su pala de la corrección

Qué bendición columpiarme en su hamaca

Qué bendición jugar con ella a los palillos chinos

Qué bendición haber probado su pozole y sus enchiladas

Qué bendición que me diera sus menjurjes

Qué bendición contarle de mi primer amor

Qué bendición que estuviera conmigo un mes en Minneapolis

Qué bendición que se sentara a ver su telenovela con mi esposo

Qué bendición que cargara a mis dos hijos

Qué bendición escucharla contarme su vida vez tras vez

Qué bendición quedarme con ella unas noches

Qué bendición tocar su piel arrugada y besarla en la frente

Cuando estuve con mi abue en febrero, una noche ya que se iba a dormir, le leí los primeros versículos del Salmo 23, su favorito. A tropezones y cambiándole las palabras, los repitió. “Ahora sigue ‘El Ángel de la guarda’”, me dijo mi tía Lorena. “Híjole, esa no me la sé…” respondí pero intenté: “Ángel de la guarda, dulce compañía…” Hasta ahí llegué. Mi tía corrigió mi versión y nos guio a mi abuelita y a mí en esa oración infantil. Mi abuelita, como suele pasar con los ancianos, había comenzado a vivir más y más en el pasado. Gracias a Dios, los buenos recuerdos y enseñanzas del internado retomaron fuerza y empezaron a confortarla de nuevo. Me consuela pensar que el Ángel de la guarda de su niñez y Jehová, su pastor, a quien conoció y empezó a seguir ya de adulta, estuvieron presentes en su cama cuando llegó la hora de dormir y ya no despertar.

Qué bendición saber que, a pesar de todo, mi abuelita nunca se sintió abandonada por Dios.

























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