El pilar

En la casa de mi abuelita, cerca de la jardinera y la escalera, hay un pilar que se levanta imponente donde comienza la sala que, por su amplitud, siempre fue el lugar ideal para jugar cuando éramos niños, sobre todo para jugar a las cebollas.

Aunque la ronda de primos que llegó después de los mayores también jugó allí a las cebollas, nuestros compañeros de juego fueron los Alafita y Chuchín. A lo mejor me lo estoy imaginando, pero recuerdo a mi tío Martín arrancando uno por uno a Víctor, a Paco, a Poncho, a Beto, a Arturo y a Chuchín. Una tras otra, entre risas y pujidos, se iban soltando del manojo las cebollas hasta que, al final, el único que quedaba era el pilar.



A espaldas del pilar y de la jardinera, está la antigua cochera donde mi abuelo estacionaba su famosa combi anaranjada; ahora solo hay cachivaches: las cosas que mis tíos trajeron de la tienda de discos y electrodomésticos de mi abuelo cuando él murió. El polvo de los años se ha ido acumulando sobre herramientas, discos y televisores viejos.

"Los años no pasan en balde", diría mi abuelita. La casa entera da testimonio de esta verdad: Las paredes han ido perdiendo la intensidad de su color, el marmol de las escaleras se ve desgastado, la pintura exterior está descarapelada, pero ahí sigue el pilar. El pilar sigue firme y fuerte; mi abuelita, no. Mi abuelita ha ido perdiendo la vista, el vigor y la salud. "Yo le digo al Señor que no me olvide, que se acuerde de que todavía estoy en esta tierra". Más de un hijo, nieto o bisnieto ha respondido a tal insinuacion de que ya se quiere ir con un "No, mamá, tú vas a ser como Matusalén", "No, abue, hasta que me case", "No, abuelita, tienes que verme crecer". "No me quieran tanto" responde sarcástica... "Pónganmela buena."

Los años le pesan y la falta de independencia es un tormento para ella. Recuerdo cuando nos llevaba de almorzar a mis hermanos y a mí a la secundaria. De lunes a viernes, a media mañana, mi abuela llegaba a la Escuela Secundaria Plan de Iguala con un menú de antojitos mexicanos: tortas de milanesa un día; tacos dorados otro día; enchiladas al día siguiente, picaditas... Según el maestro de historia éramos un trío de niños consentidos. Según la maestra de química, éramos los niños más afortunados y la envidia de todos.

Ir por el mandado era cosa de todos los días. De ida mi abue caminaba las diez o más cuadras que toma llegar desde su casa al mercado y de regreso, ya que venía cargada, tomaba la combi ("el pesero", como le dicen en la Ciudad de México). En la mesa redonda de su cocina aprendí a comer jitomate y otras verduras que no me gustaban, y tome tés para mil y una aflicciones: de cola de caballo, de diente de león, de manzanilla, de manrubio, de tila, etc., etc. Mi padre, el pediatra de la casa, seguido nos recomendaba y aún nos recomienda: "Pregúntenle a su abuela qué pueden tomar". También aprendí algo muy importante: ese polvito color rojo que está en el platito no es azúcar, es para matar las moscas. Todavía me sorprende que ninguno de sus nietos haya caído muerto.

La sala del famoso pilar era un verdadero centro de entretenimiento, no solo porque ahí jugábamos a las cebollas. Allí está la vitrina con las tacitas y platitos de porcelena con las que mi hermana jugaba a la comidita con mi abue. En una loseta hay un hoyito perfecto para jugar a las canicas y, por supuesto, está la tele donde mi abuela veía telenovelas la tarde entera. Del pilar también colgábamos la hamaca que servía de columpio, la misma de donde salió volando Paco el día que se rompió el brazo.

De mi abuelo mi mayor recuerdo es verlo llegar con la vieja caja de zapatos marca Canada que le servía de caja fuerte. Don Salvador Flores entraba callado por el pasillo con la caja bajo el brazo, se lavaba la manos y se sentaba a la mesa a esperar que mi abuelita le sirviera de comer. Él fue la primera persona a la que vi ponerle aceite de olivo a la ensalada. Qué raro me parecía y ahora prácticamente lo hago todos los días. Otro recuerdo de mi abuelo son las clases de órgano y de física que intentaba darnos. ¡Vaya suplicio! El día que comenzó a explicarme lo de las ondas de radio me perdí totalmente tratando de imaginarlas.

— ¿Entendiste?

— No

— ¡Pero cómo!

No se valía decir que "no", se tratara de una lección de órgano o de física. Lo que sí aprendimos rapidito fue que podíamos mentirle sin ninguna consecuencia: Mi abuelo nunca comprobaba que de verdad hubiéramos entendido. Decirle que "sí" era más que suficiente para que, satisfecho, continuara con su discurso.

Mi abuelita lleva 27 años de viuda. Aunque le guste hacerse la dura, yo se que extraña a su Chavo. La vida agridulce que inició con mi abuelo a los 16 años se extendió por 49. "Me cansé de rodar de un pariente a otro, y tu abuelo no me prometió ni la luna ni las estrellas, sino que iba a trabajar; por eso me fui con él". A lo largo de sus casi 93 años de vida, mi abuela ha sufrido de orfandad, de traiciones y desaires, y de la pérdida de lo que uno más quiere: tres de sus hijos. No obstante, ahora veo que, en su interior, ella se mantiene fuerte y firme, como el pilar.


Quique, Josué, Erick y Rafa juegan a las cebollas en el 2000, cuando Armando y Eileen se casaron.

Mi abuelita y yo un Día de las Madres en la Iglesia Bautista Getsemaní por ahí a mediados de los 90.

Mi abuelita y yo este enero del 2020



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