Recuerdos

Conozco este lugar desde niña. Frente a este puesto donde cuelgan culebras de longaniza y bolsas con chicharrón, está el del pollo. Unos cuantos pollos cuelgan pálidos de las patas mientras la dueña espanta las moscas que tratan de aterrizar sobre unas pechugas. Ahí sigue la señora del queso y la crema y ahí es donde se sentaba la viejecita que vendía nanches, ciruelas y bolsas de verdura picada. También sigue abierto el puesto de veladoras, santitos, menjurjes y hierbas para hacer limpias y en la otra entrada está la señora de los bolillos.

¿Cómo vivirá esta gente? ¿Ganarán lo necesario? Un gato callejero pasa escurridizo y me saca de mis pensamientos. Mi mamá está lista. Tomo la bolsa del mandado, nos despedimos de Gaby, el carnicero, y continuamos. A unos cuantos pasos más al fondo, casi como un oasis, está nuestro destino principal: el puesto de frutas y verduras. Allí nos espera mi papá con el periódico en una mano y un jugo de toronja en la otra. Aquí cuelgan pencas de plátanos tabasco y dominico y piñas de sus coronas. En las cajas amontonadas sobre el mostrador hay manzanas, jitomates, naranjas, aguacates, ejotes, melones, calabacitas, lechugas y guayabas, así nomás, sin ningún orden específico. Las guayabas tienen buen aspecto; su cáscara es de un amarillo pálido, pero a la vez alegre, como lo son algunos recuerdos. 






Siempre he asociado a las guayabas con la Navidad. Si bien se consiguen en otras épocas del año, por ser un ingrediente esencial del ponche para mí siempre será una fruta navideña. Soy la mayor de cinco hijos y la mayor de todos los nietos y sobrinos. Mi madre es la mayor de ocho. Mi papá, el segundo de cuatro. Las familias de mis padres son muy distintas. La genética, los números y las circunstancias de la vida les forjaron un carácter muy distinto. Mi abuelo materno fue dueño de la primera tienda de electrodomésticos y discos y casetes de Iguala: la Casa Flores. Mi abuelo paterno fue sastre y maestro de educación física en la Escuela Secundaria Plan de Iguala, donde mis padres se conocieron. A mi abuelito Salvador, Don Flores, lo llegué a ver en acción en su tienda, donde no solo vendía, sino reparaba radios, televisores y demás, y también llegué a ser cliente de los discos de Parchís y Timberiche, los grupos infantiles de mi época. Mi abuelo Layo ya estaba jubilado. A él lo recuerdo sentado en la farmacia del consultorio de mi padre, con unos pantalones grises, camiseta blanca sin mangas y los ojos del mismo color de los pantalones, el color que el glaucoma les había dado. De los cuatro hermanos Mazón Ruíz, mi tía Rebeca siempre fue la más alegre y platicadora. La "Gorda", como le decían de cariño, jamás dejó de llamarnos a mi hermana y a mí por nuestro diminutivo. Los otros tres —mi papá, mi tía Lilia y mi tío Alejandro—, siempre se distinguieron y aún se distinguen por ser de pocas palabras. Me pregunto si las palabras se les fueron tras la muerte de mi abuelita Jovita cuando todavía eran niños, o cuando mi abuelo se casó y formó otra familia de la que nunca llegaron a ser parte. Las  visitas a la casa de mi abuelo Layo fueron siempre de entrada por salida: mi papá y yo a solas, mi papá y los tres mayores, los tres solos cuando mi papá nos mandaba a saludar a mi abuelo y a duras penas y con vergüenza emitíamos un "Buenas tardes, abuelito." La segunda familia de mi abuelo Layo nunca se sintió como parte de la nuestra, por eso nunca celebramos una Navidad con ellos. 

Ocho hijos, unos ya casados y reproducidos, y una abuela materna como la mía eran suficientes para pasarla bien en Noche Buena en casa de los Flores Mejía. El carácter serio y uraño de mi abuelo Salvador siempre contrastó con el de mi abuelita Susana. De los ocho hijos, varios de ellos heredaron el espíritu amistoso y bailarín de ella, sobre todo mi tío Chava y mi tío Martín. Mi tío Chava era capaz de hacer bailar a una escoba. Recuerdo la ocasión cuando se puso a bailar rocanrol con mi mamá. La hizo girar por aquí, la hizo girar por allá y casi la tira cuando le dio por contorsionarse hasta tocar el suelo, con la espalda doblada a más a no poder, sin inhibiciones y con una sonrisa de oreja a oreja... Mi mamá lloraba de la risa. También se han quedado grabadas en la memoria colectiva de los sobrinos las canciones a veces alegres, a veces melancólicas, que mi tío Fernando tocaba en la guitarra: "El gato que está...", "Qué será, será", "Yesterday"... Estas canciones son el soundtrack de mi niñez, junto con las de José José que escuchaban mis padres y que nos sabíamos de memoria. En la Navidad, la casa se llenaba con las carcajadas que nos sacaban las ocurrencias de mi tío Chava y los versos pícaros que mi tío Fernando agregaba a "La San Marqueña".

Por ser la mayor y la única niña durante ocho años, casi siempre fui espectadora de los juegos de mis primos y mis hermanos. Por un lado, qué pena. Por otro, qué suerte. Por eso me salvé de la pala aquella Navidad cuando mi abuela les dio un solo palazo conforme iban entrando a la casa.

--- No les pego por andar tocando timbres, sino por mensos, porque se dejaron ver.

Para cuando nacieron y crecieron mi hermana y mis primeras primas, ya se me habían quitado las ganas de correr (o quizá me recuerdo más seria de lo que en realidad fui). 

Algo que nos enorgullecía a los nietos Mazón con respecto a la Navidad es que, a diferencia de los Alafita, nosotros no creíamos en Santa Claus. "Son sus papás", les dijimos una de esas Navidades, pero no los pudimos convencer. 

Cuando el reloj marcaba medianoche era como si alguien gritara ¡estatuas! Toda actividad se suspendía y nos dábamos el tradicional abrazo navideño. Por fin llegaba la hora de cenar el delicioso bacalao con papas, aceitunas, chiles largos y galletas saladas; también el espagueti con crema, la ensalada de manzana... todo en la vajilla que solo se ocupaba en estas ocasiones; de beber, el ponche de frutas que alguna vez los mayores tomaron con piquete antes de que mi tío Chava dejara de tomar; también había sidra, rompope, refrescos... Una Yoli para mí.

Pero la Noche Buena no comenzaba en la casa de la familia Flores Mejía. La costumbre era pasar a ver al Dr. Mondragón y a la química Edelmira, su esposa. De ahí, pasábamos a casa de mi tía Rebeca a darles el abrazo antes de que se acostaran a dormir. Las hermanas Mazón Ruíz, mi tío Beto, esposo de mi tía Rebe, Beto y Alex, mis primos, no esperaban hasta las doce para cenar ni hacían nada especial. Cuando llegábamos, normalmente estaban viendo tele, tranquilos y callados en la sala. Para esas horas ya habían cenado las ricas costillitas que mi tía Rebe solía preparar.

Estos son los pálidos, pero alegres recuerdos que tengo de las Navidades de mi niñez en familia. En eso estaba la clave: las pasábamos en familia. Mis abuelos eran el imán que atraía a los hijos y a los nietos dos veces al año para celebrar Navidad y Año Nuevo. Tras la muerte de mi abuelo poco a poco fuimos menos. Supongo que también era de esperarse. Los hijos crecen, se casan y hay que comenzar a dividirse o a turnarse: Noche Buena en casa de la familia de la esposa; Año Nuevo, en la del esposo, o un ratito aquí y otro allá. Luego los nietos se casan y se van y las reuniones familiares se diluyen aun más.

Ya no vivo en México. Las idas a ese mercadito ahora suceden una vez al año cuando estoy de visita en Iguala. Hace varios años que no paso una Navidad allá. Las Navidades aquí donde ahora vivo me llenan aun más de nostalgia y melancolía. Aunque ahora intento darle a la celebración su verdadero significado, el nacimiento de Jesús, las Navidades de mi niñez han definido para siempre mi visión y mis expactativas. Extraño a mis tres abuelos, a mis padres, a mis tíos y a mis primos. Extraño las locuras de mi tío Chava, las canciones de mi tío Fernando, el abrazo de medianoche; extraño las aventuras de mis primos y  mis hermanos; extraño pasar a ver a mi tía Rebeca, mi tía Lilia, mi tío Beto, Beto y Alex; extraño las pocas veces que pasé una Navidad con mi tío Alejandro, mi tía Blanca y mis primos zacatecanos. Extraño al Dr. Mondragón y a la química Edelmira. Extraño a Iguala, las posadas, las piñatas y extraño a las guayabas, que aunque se pueden conseguir en otras épocas del año, para mí siempre serán un símbolo de Navidades pasadas.




Una rara Navidad (1997) en la que los Mazón y algunos Flores estuvimos juntos. Ya para este entonces habían muerto mi abuelito Layo, mi abuelito Salvador, mi tío Chava y mi tío Martín.






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