Segundo encuentro: El misionero

Si no hubiera sido por el misionero, muy probablemente mi familia seguiría indiferente a la religión y a Dios. Uno se acostumbra a vivir con ideas vagas y repeticiones culturales que a veces ni siquiera son capaces de despertar la emotividad. Algunos, como mi familia, se mantienen ajenos, mirando desde afuera (o desde adentro) lo que otros hacen, lo que otros creen, lo que otros dicen, sin que nada interrumpa la monotonía de nuestros pensamientos y creencias. 

Recuerdo su figura alta, de piel blanca y ojos claros, que delataban —junto con su acento— que era de otro lugar. Tocó la reja de la casa de mis abuelos y mi tío Martín salió a ver qué quería. Ya de por sí era extraño que un fuereño llamara a la puerta, pero el motivo lo era todavía más. 

Haroldo Figueroa era un misionero bautista de Chiapas que, por una razón que desconozco, escogió a la ciudad de Iguala, Guerrero, para abrir una iglesia. Mi tío lo recibió de buena gana y él y mi abuelita comenzaron a asistir a las reuniones que realizaba en la planta alta de la casa que alquilaban él, su esposa y sus dos hijos. Al poco tiempo, Martín comenzó a llevarnos a nosotros, los sobrinos mayores.


Si la memoria no me engaña, había una habitación con unas cuantas sillas acomodadas en hilera para los invitados que llegaran esa tarde. Tras saludarnos y recibirnos cálidamente, tomamos asiento y el misionero dirigió un par de cantos a capella y luego empezó a dar una plática. Sus palabras iban dirigidas a los pocos que estábamos allí, pero cuando hizo una pregunta al final de su discurso, yo sentí como si la luz de un reflector me apuntara directamente para indicar que me tocaba entrar en escena y responder. Tímidamente, y quizás más que nada por compromiso, levanté la mano para hacerle saber que mi respuesta era "sí": Sí quería pedirle a Dios perdón por mis pecados y aceptar a Cristo en mi corazón. Ese día me uní a la pequeña misión bautista. 

La misión empezó a crecer como por efecto dominó: Martín llevó a mi abuelita y nos llevó a mis hermanos y a mí, luego yo invité a mi mamá, después vino mi tío Chava y mi tía Mayté y mis primos Mayte y Juan Salvador; luego Doña Mari, tía de mi tía Mayté, su hija y sus nietas, Moni y Doris. Después llegó la señora Eva Martínez con sus hijos Adán, Chava, Alba y Delia, y después se agregaron otros parientes. 

¿Por qué comenzamos a asistir a la misión? ¿Por qué los adultos de mi familia que prácticamente nunca iban a la iglesia, salvo para alguna boda o bautizo o difunto, empezaron a ir cada domingo y a traer a sus hijos y demás familiares? La expectativa cultural era que uno asistiera a misa, pero ir o no ir era asunto de uno: nadie te insistía, nadie pasaba a invitarte, nadie te decía que Dios quería venir a tu vida. En nuestro caso, hubo un esfuerzo personal: el de un hombre convencido de que Dios quería alcanzar a la gente de Iguala. A juzgar por el resultado, ya había cierta inquietud y necesidad en nosotros, sin que fuéramos conscientes de ello, porque titubeantes o no, estuvimos dispuestos y comenzamos a correr la voz.  

Romanos 10:14 dice: "Ahora bien, ¿cómo invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán si no hay quien les predique?" No ha sido sino hasta ahora, mientras escribo este ensayo, que he caído en cuenta de que esta era la realidad de mi familia. Nunca invocábamos a Dios, porque en realidad no creíamos en él. Si bien seguíamos algunas de las tradiciones religiosas del país (nos bautizaron de niños), no habíamos, en sí, oído de Jesús. Jesús era un personaje completamente abstracto y meramente cultural. Nadie nos había dicho: "Mira, Jesús murió por ti y quiere perdonar tus pecados y darte vida eterna". 

Sigo descubriendo el mensaje de Jesús y a Jesús. Mi perspectiva ha ido cambiando con el paso de los años, la lectura de la Biblia y la influencia de otros cristianos; ya no es exclusivamente una visión de Jesús como salvador y dador de vida eterna en el cielo. He descubierto una figura más compleja y desafiante, que si bien nos ama y desea perdonar nuestros pecados, también exige algo de nosotros. Un Jesús que también se preocupa por la gente en esta Tierra y que nos invita a seguirlo aquí y ahora. No obstante, si no hubiera sido por ese misionero bautista, es posible que aún siguiera en la inercia cultural de mi niñez, o que no profesara ninguna religión o que ni creyera en Dios. Tras este segundo encuentro, empecé a conocer de Jesús.

Primer encuentro: Fortino


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