Testimonio de una peregrina

Antes que nada, quiero agradecer a Itzany por invitarme a dar mi testimonio.  Creo que más que ser un testimonio de mi fe es un testimonio de la manera en que el Señor ha sido paciente y bondadoso conmigo. Mi fe no se distingue por ser firme e inquebrantable. Al contrario, a lo largo de mi caminar como cristiana, he sido, como dijera el escritor cristiano Philip Yancey de sí mismo: "Una peregrina infestada de dudas y esa es la única perspectiva que puedo brindar". Mi deseo, entonces, al compartir mi historia con ustedes es alentarlas y recordarles que el Señor es paciente y bondadoso con sus hijos.  

Soy originaria de Iguala, Guerrero, pero vivo en Minneapolis, Minnesota desde hace ya 25 años. Trabajo como traductora e intérprete médica en un hospital infantil y asisto a la Primera Iglesia Bautista de Minneapolis. Mi esposo ayuda con la música y yo doy clases de escuela dominical a los niños. 

Mis padres no eran religiosos y aunque me bautizaron de niña, lo hicieron por tradición y por el gusto de que sus amigos fueran también sus compadres. Durante mi infancia, por lo tanto, no recibí ninguna enseñanza religiosa ni asistimos a ninguna iglesia. Escuché de Jesús por primera vez en la casa de un amigo de mis padres al que visitamos varias veces. Este amigo, el señor Fortino, era un predicador itinerante. He de haber estado en sexto de primaria o en el primer año de secundaria cuando lo conocí, así que mis recuerdos son vagos e incompletos. No recuerdo que nos haya hablado directamente de Cristo, pero lo que sí recuerdo es que nos postraba a todos en su patio y se ponía a orar. Esta experiencia me despertó la inquietud de “hablarle a Dios” y lo comencé a imitar. Por las noches, empecé a dirigirle a Dios unas cuantas palabras titubeantes postrada en mi cama y con la incógnita de si en verdad mis palabras eran capaces de traspasar el techo y llegar hasta Él. No recuerdo por cuánto tiempo en sí lleve a cabo esta práctica, pero no por mucho. Transcurrieron años sin que yo supiera ni pensara más en Dios hasta que un misionero bautista llegó a Iguala y visitó la casa de mi abuelita. Para ese entonces, ya estaba yo en la prepa. Dos de mis tíos comenzaron a ir al templo y luego comenzó a ir mi abuelita. Mis tíos nos llevaron a los tres sobrinos mayores y luego empezó a ir mi mamá. Comenzamos a asistir regularmente y pronto me incorporé a las actividades, pero desde un principio batallé un poco con mi fe. Si mal no recuerdo, me bauticé dos veces porque no estaba segura de haber recibido a Jesús sinceramente en mi corazón. Así que, por si las dudas, lo volví a invitar y me volví a bautizar. Aunque de vez en cuando dudaba de la verdad de la Biblia y me mortificaba mucho la noción de que mi padre fuera al infierno por no creer, seguía teniendo mi devocional y me apegué a las enseñanzas e instrucciones del pastor. El grupo de jóvenes me brindó ese calor humano que todo joven busca y una experiencia diferente de la que veía yo en la escuela; me gustaba y me llenaba mucho. 

Al terminar la prepa, no sabía qué estudiar. Así que mis padres me enviaron a Chicago a estudiar inglés por invitación de una amiga de ellos y pasé 14 meses allá. Esta experiencia fue crucial en mi vida ya que me puso en contacto con personas de otros lugares del mundo con vivencias muy distintas a las mías. Me parecía maravilloso tener amigos de Estados Unidos, de Polonia, del Líbano, y que pudiéramos comunicarnos por medio del inglés. Por esa razón, cuando regresé a México decidí estudiar para intérprete-traductora. 

En la Ciudad de México asistí a varias iglesias antes de hacerme miembro de una y fue por medio de una de esas iglesias que conocí el ministerio de Cruzada Estudiantil y Profesional para Cristo y comencé a ayudarles como intérprete durante sus conferencias y como traductora de algunos de sus materiales. Esta etapa de mis años universitarios fue también crucial y formativa en mi recorrer como cristiana. Tanto en la iglesia (la Iglesia Bautista el Buen Pastor en Getsemaní) como en Cruzada Estudiantil, estuve rodeada de gente que amaba al Señor y que amaba al prójimo de una manera palpable y abierta, sacrificada, con gozo y sin legalismos. Me encantaba ver la libertad con la que estos hermanos profesaban su fe y vivían. Admiraba mucho su entrega al ministerio. Por ello, llegué a considerar convertirme en misionera con Cruzada, pero a final de cuentas no lo concreté. Creo yo que más que sentir el llamado del Señor a ese tipo de servicio, me sentía muy atraída por la forma de vivir y servir de estos amigos y misioneros. 

En mi último año de la carrera, conocí por medio de un amigo y pastor laico de la iglesia, al gringo guapo 😊 que se convertiría en mi esposo. Tras un noviazgo de poco menos de un año y más que nada de larga distancia (¡qué lanzada!), nos casamos el 19 de julio de 1997. Al principio, asistimos a la iglesia en inglés de la que Pablo era miembro. Era una iglesia muy grande y yo me sentía sola y extrañaba mi cultura, así que empezamos a visitar la Primera Iglesia Bautista de habla hispana de Minneapolis y allí nos quedamos. 

Después de dos años de casados, decidimos que queríamos comenzar a tener familia. Al igual que la mayoría de las parejas jóvenes, dimos por hecho que a los nueve meses ya estaríamos cambiando pañales y arrullando a un dulce bebé en los brazos. Para nada fue así: los siguientes seis años estuvieron marcados por cuatro abortos espontáneos seguidos de un periodo largo de infecundidad, de tratamientos y, por fin, de la decisión de adoptar. Estábamos ya en los trámites iniciales cuando descubrí que estaba embarazada de nuevo. Ocho meses después nació nuestro primer hijo, Daniel Alejandro, un niño hermoso, sano y latoso, hasta el día de hoy, a sus 16 años. Pasaron otros cuatro años y también cuando ya no lo esperábamos, quedé embarazada. A los 39 años, di a luz a Caleb Arturo, mi niño especial. Caleb Arturo nació con trisomía 13, un síndrome cromosómico causado por la presencia de un cromosoma 13 de más. En lugar de tener dos, como debía ser, Caleb tenía tres. La trisomía 13 o síndrome de Patau provoca una multitud de problemas físicos, cognitivos y de salud graves. Hasta hace algunos años todavía a menudo los médicos la catalogaban como "incompatible con la vida". 





Los años sin poder tener hijos fueron difíciles, por supuesto, pero no afectaron tanto mi fe. El nacimiento de Caleb fue un golpe duro, pero en lugar de hacer menguar mi fe me hizo descubrir y aferrarme a la imagen de Dios revelada en Jesús: un Dios cariñoso y compasivo, al que le duele el sufrimiento humano, que ama a los discapacitados, que valora lo que la sociedad menosprecia. Cuando Caleb nació, nuestro pastor de ese entonces fue a visitarnos al hospital y nos leyó el pasaje de la resurrección de Lázaro. No recuerdo la aplicación que él le dio al pasaje. Lo que sí se me quedó grabado fue que Jesús amaba a Lázaro, Marta y María... y entonces agregué a Caleb a la lista: Jesús amaba a Lázaro, Marta, María y a Caleb. Esa confianza bastó para no sentir la necesidad de preguntar por qué mi hijo había nacido así. A decir verdad, lo que me pasó a mí, le puede pasar a cualquiera. A buenos y a malos. Los cristianos no estamos exentos. Estamos en el mundo y sufrimos como el resto del mundo. 



La revelación del amor de Dios por Caleb, el amor de la gente a nuestro alrededor, el creer que Dios estaba con nosotros y a nuestro favor, me hicieron responder, creo yo, de la manera debida y necesaria para enfrentar la vida con un niño con necesidades muy complejas, para vivir y enfrentar a lo largo de los siguientes años con gratitud y entereza momentos muy felices y sublimes, pero también momentos muy duros, llenos de zozobra, desvelos y peligros. Quizás fue el agotamiento y el estar expuesta a experiencias traumáticas de primera mano y como testigo en el hospital donde trabajo... Quizás fue el ser consciente de la maldad y la violencia desatadas en México y en el resto del mundo... Sin duda, todo junto, aunado con mi temperamento melancólico, sirvió de combustible para reavivar la llama de la incredulidad, de la desconfianza. Mi perspectiva del mundo se volvió más oscura y fúnebre. Comencé a sentir a Dios distante e indiferente al dolor humano. Aun así, me mantuve aferrada a Él, colgada como de un hilo que en cualquier momento podía romperse. 

El 2 de mayo del 2019, después de tres semanas en la UCI y de dos años de frecuentes hospitalizaciones y un deterioro marcado en su salud, desconectamos a Caleb. Sí, dejamos partir a nuestro hijo cuando apenas tenía nueve años. Esta ha sido la decisión más difícil que mi esposo y yo hemos tenido que tomar en toda nuestra vida. No hay modo de expresar el dolor y el caos emocional y espiritual que esto provoca. Lo que me sostuvo en esos momentos fue saber que la enfermedad de mi hijo y su muerte inminente no eran parte de un plan malévolo o secreto, el recordar que, algún día, nunca jamás volverá a morir un niño pequeño (como se nos dice en el libro del profeta Isaías), y saber que Jesús había prometido estar con nosotros todos los días hasta el final de los siglos, y eso incluía el día en que mi hijo iba a morir. Pude tomar la decisión de dejarlo partir al reflexionar en las palabras del médico geriatra cristiano John Dunlop. Si bien este médico trabaja con ancianos, estas palabras también eran válidas en el caso de mi hijo, cuya vida, como sabíamos desde el principio, sería corta. "La muerte no tiene que ser una lucha hasta el final", afirma el Dr. Dunlop. "La muerte puede ser simplemente descansar en Cristo". Así que optamos por no continuar con más máquinas e intervenciones que mantuvieran a Caleb con vida, pero sin salud y sufriendo, y decidimos dejarlo descansar.



Sin embargo, una vez pasado el golpe adormecedor inicial de la muerte, estos "consuelos" dejaron de surtir efecto y comenzaron los días de un vacío profundo y de desesperanza, días cuando lo único que parecía real era la ausencia de mi hijo y sus cenizas en una caja. La promesa del cielo y de la resurrección me parecían huecas y dudosas. ¡Qué me importaban, si lo que yo quería era tener a mi hijo conmigo! Las palabras espirituales de ánimo que con buenas intenciones la gente me decía solo me irritaban, no me ayudaban. Fueron días en los que no solo dudé de la participación e intervención de Dios en el mundo y en nuestra vida, sino de su mera existencia, pero todo se lo dije. A lo largo de meses, entablé una conversación con Dios que a ratos parecía un monólogo de reproches, confesiones y acusaciones: "¿Por qué no haces nada?" "Sería menos terrible creer que no existes que creer que eres indiferente". Estuve a punto de declararme atea. No solo por el dolor de haber perdido a mi hijo, sino por lo que veía y vivía a mi alrededor: La niñera de Caleb moría lenta y muy dolorosamente de cáncer a pesar de haberse aferrado por años a que Dios la podía sanar; las noticias constantemente me informaban de una matadera de gente por aquí y de otra por allá. Mi personalidad propensa a la duda, la ansiedad y el pesimismo fue terreno fértil para la depresión, la ira y la desesperanza, pero seguí siendo franca con Dios, más que nada por escrito. El Señor me dejó hablar, hablar y hablar. Me dejó escribir, escribir y escribir. Le reproché, le pedí perdón, lo insulté, le pedí perdón, le confesé mis dudas. Vacié mi corazón: lo bueno, lo malo y lo feo. Dios guardó silencio, pero era un silencio paciente. Tal cual a Job, el Señor me dejó hablar y hablar y después comenzó a responderme. Y lo hizo con amor, no con severidad:
 

Me dijo: "Perla, estás equivocada porque desconoces las Escrituras y el poder de Dios como los saduceos".

"Perla, si supieras quién soy, tú también me pedirías agua viva, como la mujer samaritana."

Así, con suavidad, por medio de su Palabra, por medio de cosas cotidianas, la compañía de mis mascotas, la literatura de C.S. Lewis, el autor de Las Crónicas de Narnia, el Señor me fue demostrando su amor y su compañía, fue abriéndome los ojos para ver de nueva cuenta su belleza, volver a descansar en él y recuperar la esperanza. Sigo siendo, desgraciadamente, alguien que a menudo se fija en las circunstancias (muchas veces vivo por vista y no por fe), y tengo miedo de volver a desconfiar de Dios cuando llegue la siguiente crisis a mi vida. Tengo miedo de volver a caer en el abismo de la duda y de la desesperanza, de volver a decirle a Dios de cosas. No obstante, si miro los Salmos, me doy cuenta de que ese también es el recorrido del salmista: en un momento alaba la grandeza del Señor y su bondad, proclama su plena confianza en él, para después, prácticamente en el siguiente salmo, lamentarse y cuestionar su bondad y su fidelidad: "¿Hasta cuándo, Señor, serás indiferente a los ruegos de tu pueblo? ¿Por qué nos has abandonado? ¿Dónde quedó el amor que nos profesaste?" "¿Por qué permites que el malvado prospere?" ¿Por qué no haces algo?" Sí. Cuando considero los Salmos, respiro con alivio porque sé que cuando llegue ese momento, a Dios no le va a molestar que sea sincera con Él. Me dejará llorar, patalear y reclamar. Me escuchará pacientemente hasta que me canse, perdonará mis berrinches, me hablará y me consolará, porque nuestro Dios es un Dios amoroso, que se acuerda de que somos polvo, que conoce las intenciones de nuestro corazón y que ha vivido en carne propia nuestro dolor. Amén.

Gracias

 







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