Testimonio de una peregrina
Soy originaria de Iguala, Guerrero, pero
vivo en Minneapolis, Minnesota desde hace ya 25 años. Trabajo como traductora e
intérprete médica en un hospital infantil y asisto a la Primera Iglesia
Bautista de Minneapolis. Mi esposo ayuda con la música y yo doy clases de
escuela dominical a los niños.
Mis padres no eran religiosos y aunque me bautizaron de niña, lo hicieron por tradición y por el gusto de que sus amigos fueran también sus compadres. Durante mi infancia, por lo tanto, no recibí ninguna enseñanza religiosa ni asistimos a ninguna iglesia. Escuché de Jesús por primera vez en la casa de un amigo de mis padres al que visitamos varias veces. Este amigo, el señor Fortino, era un predicador itinerante. He de haber estado en sexto de primaria o en el primer año de secundaria cuando lo conocí, así que mis recuerdos son vagos e incompletos. No recuerdo que nos haya hablado directamente de Cristo, pero lo que sí recuerdo es que nos postraba a todos en su patio y se ponía a orar. Esta experiencia me despertó la inquietud de “hablarle a Dios” y lo comencé a imitar. Por las noches, empecé a dirigirle a Dios unas cuantas palabras titubeantes postrada en mi cama y con la incógnita de si en verdad mis palabras eran capaces de traspasar el techo y llegar hasta Él. No recuerdo por cuánto tiempo en sí lleve a cabo esta práctica, pero no por mucho. Transcurrieron años sin que yo supiera ni pensara más en Dios hasta que un misionero bautista llegó a Iguala y visitó la casa de mi abuelita. Para ese entonces, ya estaba yo en la prepa. Dos de mis tíos comenzaron a ir al templo y luego comenzó a ir mi abuelita. Mis tíos nos llevaron a los tres sobrinos mayores y luego empezó a ir mi mamá. Comenzamos a asistir regularmente y pronto me incorporé a las actividades, pero desde un principio batallé un poco con mi fe. Si mal no recuerdo, me bauticé dos veces porque no estaba segura de haber recibido a Jesús sinceramente en mi corazón. Así que, por si las dudas, lo volví a invitar y me volví a bautizar. Aunque de vez en cuando dudaba de la verdad de la Biblia y me mortificaba mucho la noción de que mi padre fuera al infierno por no creer, seguía teniendo mi devocional y me apegué a las enseñanzas e instrucciones del pastor. El grupo de jóvenes me brindó ese calor humano que todo joven busca y una experiencia diferente de la que veía yo en la escuela; me gustaba y me llenaba mucho.
Al terminar la prepa, no sabía qué
estudiar. Así que mis padres me enviaron a Chicago a estudiar inglés por
invitación de una amiga de ellos y pasé 14 meses allá. Esta experiencia fue
crucial en mi vida ya que me puso en contacto con personas de otros lugares del
mundo con vivencias muy distintas a las mías. Me parecía maravilloso tener
amigos de Estados Unidos, de Polonia, del Líbano, y que pudiéramos comunicarnos
por medio del inglés. Por esa razón, cuando regresé a México decidí estudiar
para intérprete-traductora.
En la Ciudad de México asistí a varias
iglesias antes de hacerme miembro de una y fue por medio de una de esas
iglesias que conocí el ministerio de Cruzada Estudiantil y Profesional para
Cristo y comencé a ayudarles como intérprete durante sus conferencias y como
traductora de algunos de sus materiales. Esta etapa de mis años universitarios
fue también crucial y formativa en mi recorrer como cristiana. Tanto en la
iglesia (la Iglesia Bautista el Buen Pastor en Getsemaní) como en Cruzada
Estudiantil, estuve rodeada de gente que amaba al Señor y que amaba al prójimo
de una manera palpable y abierta, sacrificada, con gozo y sin legalismos. Me
encantaba ver la libertad con la que estos hermanos profesaban su fe y vivían.
Admiraba mucho su entrega al ministerio. Por ello, llegué a considerar convertirme
en misionera con Cruzada, pero a final de cuentas no lo concreté. Creo yo que
más que sentir el llamado del Señor a ese tipo de servicio, me sentía muy
atraída por la forma de vivir y servir de estos amigos y misioneros.
En mi último año de la carrera, conocí por medio de un amigo y pastor laico de la iglesia, al gringo guapo 😊 que se convertiría en mi esposo. Tras un noviazgo de poco menos de un año y más que nada de larga distancia (¡qué lanzada!), nos casamos el 19 de julio de 1997. Al principio, asistimos a la iglesia en inglés de la que Pablo era miembro. Era una iglesia muy grande y yo me sentía sola y extrañaba mi cultura, así que empezamos a visitar la Primera Iglesia Bautista de habla hispana de Minneapolis y allí nos quedamos.
Después de dos años de casados, decidimos que queríamos comenzar a tener familia. Al igual que la mayoría de las parejas jóvenes, dimos por hecho que a los nueve meses ya estaríamos cambiando pañales y arrullando a un dulce bebé en los brazos. Para nada fue así: los siguientes seis años estuvieron marcados por cuatro abortos espontáneos seguidos de un periodo largo de infecundidad, de tratamientos y, por fin, de la decisión de adoptar. Estábamos ya en los trámites iniciales cuando descubrí que estaba embarazada de nuevo. Ocho meses después nació nuestro primer hijo, Daniel Alejandro, un niño hermoso, sano y latoso, hasta el día de hoy, a sus 16 años. Pasaron otros cuatro años y también cuando ya no lo esperábamos, quedé embarazada. A los 39 años, di a luz a Caleb Arturo, mi niño especial. Caleb Arturo nació con trisomía 13, un síndrome cromosómico causado por la presencia de un cromosoma 13 de más. En lugar de tener dos, como debía ser, Caleb tenía tres. La trisomía 13 o síndrome de Patau provoca una multitud de problemas físicos, cognitivos y de salud graves. Hasta hace algunos años todavía a menudo los médicos la catalogaban como "incompatible con la vida".
Los años sin poder tener hijos fueron
difíciles, por supuesto, pero no afectaron tanto mi fe. El nacimiento de Caleb
fue un golpe duro, pero en lugar de hacer menguar mi fe me hizo descubrir y
aferrarme a la imagen de Dios revelada en Jesús: un Dios cariñoso y compasivo,
al que le duele el sufrimiento humano, que ama a los discapacitados, que valora
lo que la sociedad menosprecia. Cuando Caleb nació, nuestro pastor de ese
entonces fue a visitarnos al hospital y nos leyó el pasaje de la resurrección
de Lázaro. No recuerdo la aplicación que él le dio al pasaje. Lo que sí se me
quedó grabado fue que Jesús amaba a Lázaro, Marta y María... y entonces agregué
a Caleb a la lista: Jesús amaba a Lázaro, Marta, María y a Caleb. Esa confianza
bastó para no sentir la necesidad de preguntar por qué mi hijo había nacido
así. A decir verdad, lo que me pasó a mí, le puede pasar a cualquiera. A buenos
y a malos. Los cristianos no estamos exentos. Estamos en el mundo y sufrimos
como el resto del mundo.
El 2 de mayo del 2019, después de tres
semanas en la UCI y de dos años de frecuentes hospitalizaciones y un deterioro
marcado en su salud, desconectamos a Caleb. Sí, dejamos partir a nuestro hijo
cuando apenas tenía nueve años. Esta ha sido la decisión más difícil que mi
esposo y yo hemos tenido que tomar en toda nuestra vida. No hay modo de
expresar el dolor y el caos emocional y espiritual que esto provoca. Lo que me
sostuvo en esos momentos fue saber que la enfermedad de mi hijo y su muerte
inminente no eran parte de un plan malévolo o secreto, el recordar que, algún
día, nunca jamás volverá a morir un niño pequeño (como se nos dice en el libro
del profeta Isaías), y saber que Jesús había prometido estar con nosotros todos
los días hasta el final de los siglos, y eso incluía el día en que mi hijo iba
a morir. Pude tomar la decisión de dejarlo partir al reflexionar en las
palabras del médico geriatra cristiano John Dunlop. Si bien este médico trabaja
con ancianos, estas palabras también eran válidas en el caso de mi hijo, cuya
vida, como sabíamos desde el principio, sería corta. "La muerte no tiene
que ser una lucha hasta el final", afirma el Dr. Dunlop. "La muerte
puede ser simplemente descansar en Cristo". Así que optamos por no
continuar con más máquinas e intervenciones que mantuvieran a Caleb con vida,
pero sin salud y sufriendo, y decidimos dejarlo descansar.
Me dijo: "Perla, estás equivocada
porque desconoces las Escrituras y el poder de Dios como los saduceos".
"Perla, si supieras quién soy, tú
también me pedirías agua viva, como la mujer samaritana."
Así, con suavidad, por medio de su Palabra, por medio de cosas cotidianas, la compañía de mis mascotas, la literatura de C.S. Lewis, el autor de Las Crónicas de Narnia, el Señor me fue demostrando su amor y su compañía, fue abriéndome los ojos para ver de nueva cuenta su belleza, volver a descansar en él y recuperar la esperanza. Sigo siendo, desgraciadamente, alguien que a menudo se fija en las circunstancias (muchas veces vivo por vista y no por fe), y tengo miedo de volver a desconfiar de Dios cuando llegue la siguiente crisis a mi vida. Tengo miedo de volver a caer en el abismo de la duda y de la desesperanza, de volver a decirle a Dios de cosas. No obstante, si miro los Salmos, me doy cuenta de que ese también es el recorrido del salmista: en un momento alaba la grandeza del Señor y su bondad, proclama su plena confianza en él, para después, prácticamente en el siguiente salmo, lamentarse y cuestionar su bondad y su fidelidad: "¿Hasta cuándo, Señor, serás indiferente a los ruegos de tu pueblo? ¿Por qué nos has abandonado? ¿Dónde quedó el amor que nos profesaste?" "¿Por qué permites que el malvado prospere?" ¿Por qué no haces algo?" Sí. Cuando considero los Salmos, respiro con alivio porque sé que cuando llegue ese momento, a Dios no le va a molestar que sea sincera con Él. Me dejará llorar, patalear y reclamar. Me escuchará pacientemente hasta que me canse, perdonará mis berrinches, me hablará y me consolará, porque nuestro Dios es un Dios amoroso, que se acuerda de que somos polvo, que conoce las intenciones de nuestro corazón y que ha vivido en carne propia nuestro dolor. Amén.
Gracias
♥️
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